«Todas las cosas de este mundo, ¡oh, Rey!, son cambiantes y transitorias»

13 Ago

Mitología General

publicada bajo la dirección de

Félix Guirand

Traducción y prefacio de Pedro Pericay

Editorial Labor S.A.  Barcelona; 1965

 

     

Monjes budistas birmanos; fotografía del siglo XIX

                     Monjes budistas birmanos; fotografía del siglo XIX

Mitología India

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Leyenda de Buda. Nacimiento y primeros años

Si H. Oldenberg, basándose en las escrituras pali,  compuso una biografía «razonable», aunque no «histórica», del sabio de los Shakyas (Shakyamuni), que debía convertirse en Buda, es decir, el «Iluminado», E. Senart, en cambio, trazó sobre el mismo asunto y a base de documentos sánscritos,  una biografía completamente legendaria,  en la que el iniciador del budismo no aparece reducido a un sabio de talla esencialmente humana,  sino como la modalidad del dios solar Visnú,  que habría descendido a la tierra para salvar a nuestra raza,  Pero,  en realidad,  en ninguno de los episodios clásicos de su vida deja de haber más o menos la impronta de lo maravilloso.  La vida de Buda transcurrió, en el nordeste de la India,  entre 563 y 483 antes de Jesucristo, aproximadamente.  Con objeto de prepararse para su última transmigración,  el que había de convertirse en Buda, o Bodhisattva, pasó por millares de existencias,  y antes de bajar,  por última vez, a la tierra, residió en el cielo de los tuchitas -morada de los bienaventurados-,  donde predicaba la ley a los dioses.  Pero un día comprendió que había llegado su hora y resolvió encarnarse en la familia de un rey de los Shakyas,  Suddhodhana,  que reinaba en Kapilavastu,  en los confines de Nepal.

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Nacimiento de Buda.  Sus primeros años.  La concepción se obró en forma milagrosa.  La reina Maya -nombre que literalmente significa ilusión-,  advertida por un presentimiento,  vio en sueños cómo el Bodhisattva descendía a su seno,  en forma de un pequeño y bellísimo elefante de color blanco como la nieve.  En aquel instante toda la creación manifestó su alegría con prodigios: pusiéronse los instrumentos musicales a sonar sin que nadie los tocase;  detuvieron su curso los ríos para contemplar al Bodhisattva,  y los árboles y las plantas cubriéronse de flores,  y los estanques,  de loto.  Al día siguiente fueron consultados sobre el sueño de Maya sesenta y cuatro brahmanes,  quienes profetizaron el nacimiento de un hijo,  destinado a convertirse ya en un emperador universal,  ya en un Buda.  Cuando llegó el momento de tan fausto suceso,  trasladóse la reina Maya al jardín de Lumbini,  donde de pie,  y cogiendo con su mano derecha, levantada,  la rama de un árbol Shala,  dio a luz al Bodhisattva,  que salió de su costado derecho sin causarle el más pequeño dolor.  Recibieron al reciennacido,  Brahma y los demás dioses; mas pronto el infante echó a andar,  y cada vez que sus pies tocaban el suelo surgía un loto.  Dio siete pasos en la dirección de los siete puntos cardinales y de este modo tomó posesión del mundo. Aquel mismo día nacieron Yashodara Devi -que con el tiempo sería su esposa-,  el caballo Kantala -que habría de montar cuando abandonase el palacio en busca del conocimiento supremo-,  su escudero Chandaka,  y su discípulo y amigo predilecto, Ananda, así como el árbol de la Bodhi,  a cuya sombra debía conocer la Iluminación.  Cinco días después de su nacimiento se impuso al joven príncipe el nombre de Siddhartha.  Al séptimo día falleció,  de felicidad,  la reina Maya,  para renacer en el seno de los dioses,  dejando que su hermana Mahaprajapati la reemplazara aquí en la Tierra,  cerca del joven príncipe. La abnegación de esta madre adoptiva se hizo legendaria.  Predijo el destino del niño el richi Asita,  Este santo anciano,  que había bajado del Himalaya, reconoció en la criatura los ochenta signos que constituyen las prendas de una auténtica vocación religiosa.  Más tarde,  cuando el niño fue acompañado al templo por sus padres,  prosternábanse las estatuas de los dioses a su paso.  Al cumplir doce años el joven príncipe, convocó el Rey un consejo de brahmanes,  los cuales revelaron al Monarca que el príncipe se entregaría a una vida de asceta si alguna vez se ofrecía a sus ojos el triste espectáculo de la enfermedad,  la vejez y la muerte,  y también si se tropezaba con un ermitaño. Sin duda,  el Rey prefería ver convertido a su hijo en un emperador universal antes que en un asceta,  por lo que todos los lugares en los que había de transcurrir la existencia del joven -suntuosos palacios,  amplios y hermosos jardines- fueron rodeados por un triple recinto.  Y se prohibió pronunciar dentro del mismo las palabras muerte y pesadumbre.

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Matrimonio de Buda.  Algún tiempo después, el râja creyó que el matrimonio sería el mejor medio para vincular el Príncipe a su reino.  Para dar con la princesa que supiese despertar el amor en su hijo,  el Rey mandó preparar unas joyas espléndidas,  y anunció que Siddhartha las distribuiría,  en un día fijado,  a las princesas de las cercanías.  Pero cuando hubo terminado el reparto,  acudió otra joven,  Yashodhara,  hija del ministro Mahanama,  que solicitó también algo para ella.  Se encontraron sus miradas, y al instante el Príncipe sacó de su dedo un precioso anillo y se lo ofreció.  Este cambio de miradas no pasó inadvertido al Rey,  quien dispuso que la joven fuese pedida en matrimonio.  Sin embargo,  la tradición de los Shakyas obligaba a sus princesas a aceptar por esposo a un verdadero kchatriya,  que había de dar antes pruebas de destreza en todas las artes de su casta, y el padre de Yashodhara tenía sus dudas respecto de Siddhartha,  cuya vida había transcurrido en la molicie de la corte.  Para disipar tales temores,  Mahanama organizó un torneo,  de cuyas varias pruebas -esgrima,  equitación y lucha-  salió victorioso el Príncipe.  Más aún: fue el único que consiguió tensar y disparar el enorme arco sagrado,  legado de sus antepasados.  Obtuvo, pues,  la mano de la princesa Yashodhara, y la vida del Bodhisattva transcurrió desde aquel  momento en las delicias del gineceo.

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La vocación y la gran partida.  Pero no pasó mucho tiempo sin que despertase en él la vocación divina.  La música de los diversos instrumentos que llegaba a sus oídos,  los graciosos pasos de danza con que las bailarinas pretendían distraer sus  miradas no sólo no conmovían sus sentidos,  sino que,  por el contrario,  acababan por demostrarle cuán vanos e inestables eran los objetos del deseo,  y cómo la vida humana pasa y no permanece.  «Pasa la vida de la criatura como el torrente por la montaña y el rayo por el cielo». Cierto día el Príncipe llamó a su escudero para manifestarle sus deseos de visitar la ciudad.  Dio orden el Rey de que las calles fueran aseadas y embellecidas y se apartase de la vista de su hijo cuanto pudiera constituir para él un espectáculo de fealdad o tristeza.  Sin embargo,  tales precauciones resultaron vanas,  puesto que mientras el Príncipe recorría las calles se encontró con un tembloroso anciano,  casi sin aliento por los achaques de la edad y doblándose sobre su bastón. Sorprendido por este encuentro, hizo indagaciones y llegó a saber que la decrepitud es la suerte común que espera a quienes viven «toda su vida».  Ya de regreso en palacio,  empezó a considerar si habría algún medio de sustraerse a la vejez.  Otro día,  en análogas circunstancias,  tuvo encuentros con un enfermo incurable y con una comitiva fúnebre,  con lo que vino a conocer el sufrimiento y la muerte.  Y, por último,  púsole el cielo en su camino un asceta pidiendo limosna,  el cual le declaró que había huído del mundo para trascender de la esfera del sufrimiento y la dicha y para alcanzar la paz del corazón.  A raíz de tales experiencias -que luego fue madurando en prolongada meditación-, Siddhartha concibió la idea de abandonar la existencia que hasta entonces había llevado, para abrazar la vida de asceta;  y así se lo comunicó a su padre:  «Todas las cosas de este mundo,  ¡oh, Rey!,  son cambiantes y transitorias.  ¡Dejadme,  pues, partir solo,  como el religioso mendicante!».  Abrumado por la idea de perder a su hijo en quien tenía puesta las esperanzas de perpetuar su estirpe,  el Rey ordenó redoblar la vigilancia en torno al palacio y multiplicar diversiones y placeres  en el interior del mismo y en los jardines,  con objeto de disuadir al Príncipe de su proyecto de partido.  En aquel momento Yashodhara dio a luz al pequeño Rehula.  Pero ni aquel nuevo vínculo,  con toda su ternura,  fue capaz de apartar de su misión al Bodhisattva.  Su decisión hízose irrevocable y definitiva al ofrecérsele en una noche de insomnio el espectáculo del harén adormecido: rostros sin viveza, cuerpos abatidos en el involuntario vasallaje del sueño y la inconsciencia,  abandono sin arte en medio del desorden:  «Mientras unas babean,  sucias de saliva,  en otras todo es rechinar de dientes,  emitir ronquidos y hablar en el sueño.  Otras aún tienen la boca entreabierta…».  Era como un anticipo de los horrores del cementerio.  Su resolución estaba, pues, tomada.  Sin embargo,  antes de partir,  Siddhartha quiso contemplar una vez más a su bella esposa.  Estaba Yashodara durmiendo con el niño reciennacido entre sus brazos.  Ardía el Príncipe en deseos de abrazar a su hijo,  pero temiendo despertar a la madre, abandonó la estancia.  Apartó la pesada cortina de piedras preciosas,  y,  respirando la noche fresca,  bajo las estrellas,  montó en su hermoso caballo,  seguido de Chandaka su escudero. Tomando partido por el Príncipe, los dioses infundieron en sus guardianes un profundo sueño mientras levantaban su cabalgadura para que el ruido de sus cascos no despertase a nadie. Ya en las puertas de la ciudad,  Siddhartha entregó el caballo a Chandaka, despidióse de sus amigos y les rogó consolasen a su padre.  Mientras tanto,  el animal le lamía los pies en mudo adiós.  De un tajo cortóse el Príncipe su cabellera y la arrojó a los aires,  de donde fue recogida por los dioses.  Poco después encontró a un cazador,  por cuyos harapos cambió su lujoso vestido,  y con este atavío,  que lo transformaba por completo,  presentóse en un monasterio,  donde los brahamanes lo recibieron como discípulo.  En lo sucesivo no se hablará más de Siddhartha, que ha desaparecido para convertirse en el monje Gautama,  o Shakyamuni -el asceta de los Shakyas- denominación con la cual se le sigue designando todavía…

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by Princess, una disoluta y hereje que ¡ná' que ver!

     by Princess!!, una disoluta y hereje que ¡ná’ que ver!

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