LOS NOMBRES DE LAS ESTRELLAS
Edmund J. Webb
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Introducción de Ivor Blumer-Thomas
Nota biográfica de Clement C.J. Webb
Versión española de Francisco González Aramburo
© by Fondo de Cultura Económica – Impreso y hecho en México; 1957
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El Dragón y la Osa Menor
I
La función del contemplador de las estrellas
Como se ve por estas citas, Jehoshaphat Aspin no encontró ninguna diferencia esencial entre forjadores de constelaciones como Júpiter y Neptuno de una parte, y Hevelio y Bode, de la otra. Indudablemente, uno de los méritos principales de este notable libro (*se refiere a «A Familiar Treatise on Astronomy, explaining the General Phenomena of the Celestial Bodies», escrito especialmente para acompañar Urania’s Mirror, or a View of the Heavens) es que la gran cantidad de información, tan generosamente suministrada, no podría sino despertar en el lector adolescente el deseo de adquirir una cantidad mayor. Los motivos que movieron a Neptuno y a Júpiter eran por lo menos tan inteligibles como los que inspiraron a los descubridores del «Psalterium Georgii» o del «Toro de Poniatowski». Además, uno hubiera querido saber, si no cómo llegó a ser conocida la causa de la promoción del Delfín, sí por lo menos quién pudo ser el que recogió este ejemplo de favoritismo antiguo. Y, para mí, esta pregunta quedó sin respuesta durante muchos años. Enseñanzas como la de que «la jirafa es un animal de Abisinia, más alto que el elefante, pero no tan corpulento» o esta otra de que «los pintores y los escultores representan al Delfín como un pez jorobado, cuando es realidad es de figura muy derecha», podían encontrarse, aunque en forma menos atractiva, en los libros comunes y corrientes de historia natural. Pero la afirmación de que «en verdad, el Navío Argos no es otro que el Arca de Noé», parecía, inclusive a un crítico poco experimentado, una conclusión escasamente garantizada por la yuxtaposición de dos narraciones náuticas. Otras afirmaciones contenidas en el texto eran «discutibles», tanto en la acepción corriente del término como en el sentido que Hamlet dio al vocablo, y provocaban una réplica inmediata aunque nadie estuviera preparado para darla. Podría uno pensar -aunque pensaría equivocadamente- que el ordenamiento de las estrellas en constelaciones «fue progresivo», pero se necesitaría poseer una cierta fe para aceptar la proposición de que » primero se formaron los doce signos del zodíaco, y las otras constelaciones se le fueron añadiendo a medida que aumentaba el conocimiento de las estrellas». ¿Cuál pudo ser el extraordinario pueblo cuyo conocimiento se extendió hasta el misterioso zodíaco y no fue más allá?. Igual de fácil es, y aún mucho más fácil, imaginar un tiempo en que la única literatura existente fuera el alfabeto. ¿Cómo pudo descubrirse el paso del Sol entre las estrellas antes de que éstas fueran distinguidas unas de otras?. Sin embargo, historiadores serios de la astronomía como Delambre y Schaubach sostienen de hecho esta pasmosa proposición de Jehoshaphat Aspin, que es inclusive, como mostraré más adelante, implícitamente aceptada en nuestros días por escritores que pasan por científicos. Reproduciré otro pasaje un tanto más largo, por cuanto plantea, aunque no lo resuelve, el problema del origen de los nombres que damos a las estrellas, en el que me quiero extender: «Las constelaciones… son conjuntos o grupos de estrellas fijas, contenidas en los contornos imaginarios de los animales, u otras figuras, dibujados en una esfera celeste. Y no es que esas figuras existan realmente en el cielo, ni tampoco que los grupos de estrellas que contienen, sugieran, por su situación, el menor trazo de semejantes contornos: el nombre, y no la figura, es lo que parece haberle pertenecido primero al conjunto, y, por la representación jeroglífica del nombre, la figura se convirtió en el emblema o signo de la constelación». Estas citas, que aunque hayan sido tomadas de un libro olvidado contienen juicios a menudo expresados en nuestros días en una literatura supuestamente histórica, o por lo menos crítica, pueden ser consideradas como el texto sobre el que se fundamenta la mayor parte de este libro. Contienen, en mi opinión, una gran verdad, generalmente pasada por alto: que los nombres de las constelaciones son más viejos que las figuras; y una enorme falsedad, generalmente aceptada como verdad: la de que los grupos de estrellas no se parecen en lo más mínimo a los contornos de las figuras. La falsedad de esta última afirmación no tardó en ponérseme de manifiesto, porque podía fácilmente descubrir formas y ver dibujos en el cielo, y parecía razonable suponer que otras personas también pudieron hacerlo. Sin embargo, cuando miré a la gran Cruz del Cisne en el cielo de Occidente, preguntándome sino sería ése el gran signo del Hijo del Hombre en el cielo que se me había enseñado a esperar, no pude menos que darme cuenta de que ninguno de mis mayores se había inquietado, ni tampoco había dado señal de que había descubierto el signo. Desde entonces, he sabido que hay gente que no puede, incluso cuando se les señala, distinguir esta Cruz. ¿No es natural que personas semejantes digan que la propia constelación no se parece «en lo más mínimo» a un cisne, siendo que en verdad se le asemeja, con curiosa fidelidad, cuando se la ve elevarse sobre el horizonte del Levante?. Así también, cuando un viajero que vuelve del sur asegura que la Cruz del Sur es un timo indigno de su reputación y hasta de su nombre, no tarda uno en descubrir, por lo general, que jamás aprendió a reconocer el Triángulo o la Corona Boreal o a distinguir las estrellas de Aquiles del cinturón de Orión, y, por lo tanto, es una persona tan idónea para hablar de esa semejanza como un hombre de tierra adentro, que visite por primera vez el litoral, lo es para distinguir los vados entre los arenales. A medida que pasó el tiempo y comenzó a debilitarse la creencia natural de la juventud de que los adultos, cuando lo desean, pueden explicar los enigmas de este universo, dejé poco a poco de esperar que hubiera alguien que pudiera saber más que yo del cielo bajo el que vivimos. Recuerdo ahora, con un asombro que entonces no sentí, de mis primeros años de colegio, que al grupo de niños donde yo ocupaba un humilde lugar le fue confiada la tarea de encontrarle sentido a la parte astronómica de los Fasti de Ovidio. Fue para mí una revelación el que hubiera una prueba real de que los nombres de las estrellas conocidos por nosotros estuvieron en uso en los remotos tiempos del poeta Ovidio. Pero si los nombres de las estrellas no habían cambiado, sus hábitos, en cambio, parecían haber sufrido una notable modificación. En tal día aparece una determinada estrella, en tal otro una constelación se pone. ¿Por qué ocurría así?; ¿Si Escorpión salió esta noche, no saldrá también a la siguiente, o no habría salido en la noche anterior?. Aunque me acuerdo de la confusión en que me dejaron esas afirmaciones, no recuerdo en cambio que se me haya pasado por la cabeza siquiera la idea de pedir una explicación. Ciertamente, el maestro encargado del grupo jamás nos ofreció una. Tal vez, si le hubiéramos preguntado, nos habría dicho que la astronomía antigua era polvo y telarañas que Copérnico había limpiado. De un juvenil deseo de resolver por lo menos algunos de los problemas planteados por la lectura del venerable libro de Jehoshaphat Aspin provino el que yo siguiera, sin método, pero al menos para mí satisfactoriamente, estudiando lo que se sabía de las estrellas y de la historia de la astronomía, lo que me condujo a creer que era posible encontrarles solución a gran parte de ellos. Aunque estoy completamente seguro de que jamás se encontrará la respuesta a la pregunta de dónde y cuándo se les pusieron a las estrellas los nombres que les damos, pienso también que eso es así porque no existe la respuesta; porque jamás existieron ni ese lugar ni ese tiempo que serían la contestación. Pero creo que es posible, en general, mostrar las razones por las que se les dieron nombres a las estrellas, y el modo con que éstos se crearon, y resolver el problema de si los nombres particulares que todavía se usan en la astronomía moderna tuvieron cualquier otro origen distinto. En especial, analizaré el caso de los curiosos nombres zodiacales, que gracias a la influencia de la astrología son conocidos por centenares de personas, que aunque parezca mentira no saben lo que es el zodíaco. Y trataré de demostrar que la fecha en que se les dio nombre, que ha sido remontada hasta el decimotercer milenio a.c., y que aun en nuestros días hay quien la sitúa en el tercero, cuarto o quinto, o aun antes, puede ser aproximadamente fijada, y es, relativamente, reciente. Si se piensa que es presuntuoso, y aun fantástico, suponer que se puede dar una respuesta definitiva a una pregunta que se ha contestado desde hace tanto tiempo y de tan variadas maneras, sólo puedo decir que, al hacerlo, parto del punto de vista del contemplador de las estrellas, que hasta ahora se ha desdeñado casi por completo…
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by Princes!, en plan «misterios del cielo»