Memorias de fentanil: V

22 Ago

En la isla de Capri


Comprendí al fin por qué los emperadores romanos eligieron este lugar para sus residencias de verano: claro, ¡estaba en Capri!. Creo recordar que yo era la cuidadora o ¿niñera? de dos pequeñas chicas. Algo raro había ocurrido y yo las buscaba para comprobar dónde estaban y si todo lucía en orden. Mi misión me llevó a la isla de Capri: ¿estarían allí, qué había pasado?. Hermoso el cálido mar, hermosas las playas, las construcciones y los rinconcitos, geniales para tomar un rico café italiano en las mesas de la vereda que daban al mar. Me maravillaron las casas que brillaban desde las colinas y esos negocitos tan lindos a la vera de los caminos. Escuché por ahí que «había que estar bien vestido en Capri», playera y deportivamente, eso sí, pero acorde a la famosa elegancia italiana. ¿Estaré adecuada?, reflexioné que sí, lo estaba: un lindo vestidito y abajo el traje de baño. Si sólo tenía para un café y nada para compras, sobre todo de la magnífica ropa diseño italiano… ¿qué importaba?. Después de todo estaba allí, cumpliendo mi misión y, de paso, disfrutando de tanta belleza. ¡Esas pequeñas playas entre acantilados, tan tibias sus aguas, tan azul el mar!. Generalmente iba al atardecer y hundía mis pies en el agua mientras se ponía el sol, un regalo de la vida. Como corresponde y es hasta cierto punto, inevitable, hacía pis, ¡gran placer!. Escucho -contenta- las voces de dos enfermeras: «Uy, ésta se hizo pis otra vez». Por supuesto tenía protección y no había problemas con esto, pero, las pobres chicas -supongo- también se cansan. Yo ya había «descubierto» que si hacía bastante pis no tenían más remedio que venir a cambiarme. Y eso, en sí mismo, era genial: dos personas me tocaban, me movían, me cambiaban y ¡hasta me hablaban!. Seres humanos en la soledad radical de las terapias intensivas: Gracias chicas, y disculpen las molestias causadas. Sí, es preciosa Capri, sobre todo cuando «viajás» gratis.


Memorias de fentanil: IV

11 Ago

Los Enanitos Negros (¡no «verdes»!)


Después de despertarme (siquiera relativamente) en la terapia intensiva, las sorpresas no me dieron respiro. En general eran buenas aunque algo inquietantes, debo reconocerlo. Especialmente adquirían este carácter si las contaba… por lo que decidí no hacerlo, aunque no se si hubiera podido, de quererlo hacer. La habitación en la que estaba era bastante vidriada y eso no dejaba de ser hermoso ya que entraba la luz del día. Las ventanas delante de mi cama reflejaban el cielo, los edificios, las luces que se encendían y apagaban, siguiendo el ritmo de la vida. Un reflejo de la vida. Era por estas ventanas que yo podía ver, entre brumas, el ir y venir de las enfermeras, los médicos, el personal de limpieza y de paso, conocerlos. Sí, a ellos, a los que llamé «enanitos negros». Después «supe» que no eran enanos: se parecían más a adolescentes, a personas jóvenes, bajitas, pequeñas y delgadas. Me recordaron a los mimos, quizás a los bailarines. Vestían de negro de la cabeza a los pies, como enfundados en una malla tejida que ni siquiera dejaba ver sus manos, ni sus rostros, apenas sus ojos, quizás la boca. Los descubrí yendo y viniendo por el pasillo al que mi habitación se enfrentaba, caminando muy decididos entre el ir y venir del personal. Rápidamente los vi y me vieron, entonces supe qué hacían allí, a qué se dedicaban: ayudaban a los pacientes como yo a pasar un tiempo crítico: ¡qué trabajo tan extraño!, pensé; ¿tendrían este servicio todas las terapias intensivas? . Eso si, en el furor de mis pensamientos dignos de Kant, Hegel y Descartes todos juntos, me propuse preguntar y averiguarlo: después de todo no parecía tan mala idea, ¿no?. Pensé largamente en quiénes serían y cómo los reclutaban, en el tiempo que se tomaban en producirse todos los días de su labor. De hecho lo hacían muy bien: uno o ¿una? de ellos, cuando pasaba frente a mi ventana, me hacía la «Gran Buster Keaton», escenas que adoraba en todas sus películas como la de simular que bajaba y subía por escaleras inexistentes. Ay, ¡por favor!, qué divertido era ese detalle que se tomaban conmigo, ¡eran buenos mimos y actores!. Otras veces simplemente se paraban «frente» a mi aunque sin abrir ni atravesar la ventana interior y me saludaban con cariño, agitando las manos, haciéndome entender que todo estaría bien, era cuestión de aguantar. Linda gente, buen servicio, pequeños detalles que hacían algo más vivible la, de por sí, difícil vida. Con todo, yo estaba viva y eso era un motivo de felicidad, en sí mismo. Todavía no había llegado a la Isla de Capri, «lugar» en el que la pasé genial ni había solicitado la intercesión de Juan Pablo I, aparente especialista en sacar a los dolientes de las terapias intensivas. ¡Para dos días de semidespertar desentubada era muchísimo!, no tenía tiempo de aburrirme entre viajes espaciales, encuentros con brujas y ratas, un desfile de médicos clonados todos igualitos igualitos y hasta el «descubrimiento» de la existencia de un plan para asesinarme, encerrarme en un baúl de mago y retirarme todos los órganos: ¡Cuántas aventuras en el lugar menos pensado!

Memorias de fentanil: III

7 Jul

La rata y la bruja


Podía levantar la cabeza, lo intenté y lo logré. Lo hice cuando sentí «algo» dentro de mi cuerpo, exactamente en el abdomen. Y eso podía mirar. Había en mi cuerpo una especie de roedor más grande que una rata grande. Estaba apoyado en la parte baja, el reino de los intestinos, raíz de la vida. Sólo vi su lomo, agitándose con sus pelos enormes, asquerosos y gastados. La miré y, para mi sorpresa, me miró. Me habló como hablan los animales y sentí que nada amenazante sucedería. Al contrario, me estaba limpiando. Y siguió con lo suyo. Observando un poco más de cerca veo una cabeza de…¿bruja?. Parecía una bruja medieval, muy al estilo Macbeth. de esas que conocían el destino de los simples mortales, like me. Sólo vi sus cabellos secos, escasos y grises, abocada, como estaba, a «comerme algo». Supo que la miraba y levantó su cabeza. Pude ver sus ojos pero no sentí miedo, después de todo andaba haciendo lo suyo. Y así como «lo suyo» de la rata gigante era comerme restos indeseables en la parte inferior de mi abdomen, la bruja se encargaba era comer otros restos de la parte superior. Cosa notable, coincidía con los lugares donde estuvo apoyado el «engendro» que tanto dolor me había causado en los torturantes meses anteriores. No diría que me lo tomé como un servicio más de la terapia intensiva pero sin miedo les di la bienvenida. Y como corresponde, siguieron con lo suyo. Yo tenía en mente un único mandato: respirar, no dejar de respirar tranquila nunca, pasara lo que pasara. Y otro más acuciante aún: convencer a médicos, enfermeras y a quien se me pusiera a tiro, con el hilo de voz que apenas recuperaba, ¡para que me dieran unas gotas de agua! porque estaba muriendo de sed, una sed horrible de la que no tenía registro en mi vida anterior y que me obsesionaba…

Memorias de fentanil: II

24 Jun

Una nave espacial con burbuja gravedad cero incluída


¡Al fin una buena idea de los médicos!: y qué bueno que tengan estos servicios en la terapia intermedia… Evidentemente decidieron enviarme a un breve y restaurador viaje espacial. Aunque no estaba taaaaan segura de esto, me pareció «lógico», ¿de qué otra manera podría estar yo en esa preciosa bola ingrávida, traslúcida?. Asumí y hasta confirmé mi teoría ya que por una escotilla podía ver la Tierra desde el espacio oscuro y silencioso, tan hermosa en su grandeza. Pero yo estaba, además, en una burbuja en la que podía moverme a mi gusto, como si nadara, libre ya de las ataduras del cuerpo que ni siquiera movía. Era genial elongar y estirarme al fin, «nadar» y flotar tratando de reacomodar músculos y huesos. ¡Qué alivio!, yo que había descubierto que apenas podía mover los pies y los dedos de la mano, no mucho más. El espacio exterior es nocturno, frío, silencioso como nunca puede ser la Tierra, menos en la naturaleza, en nuestros ríos, en las selvas pobladas de seres fantásticos y ruidosos. Y sin embargo es imponente y hermoso…

No duró mucho, eran «sesiones» cortitas que terminaron cuando una enfermera vino a chequear que todo estuviera bien, me apagó la luz (eso era algo terrorífico), cerró la puerta y se fue, tranquila de dejar el turno en orden y a mí con vida, casi inmóvil en la cama.


Memorias de fentanil: I

20 Jun

UNA KIKI DE BARRIO PORTEÑO


¡Al fin podía andar en bicicleta!. Y, a la vista de las circunstancias, lo estaba haciendo. Quizás anduviera necesitando unos pesos y ese era el motivo por el cual trabajaba en bici haciendo delivery, ¡Volaba en mi bici roja, feliz de la vida y de poder moverme!. Mi territorio parecía ser la Avenida Montes de Oca, joyita de la República de La Boca, compartida con las otras dos grandes Repúblicas del Sur, San Telmo y Barracas: nada mal … adoro esa avenida. Veía cada edificio, cada curva, cada negocio, cada detalle entre mis viajes llevando y trayendo no sé qué cosas. La gente, amable, me saludaba como a quien conocen y en quien confían desde hace tiempo. ¡Pucha que era lindo laburar en el barrio!, sobre todo teniendo que «volver» a la inmovilidad de mi cama y mirar el techo…

Una carta final: Es 2021 Estela; hicimos un largo camino para llegar a ningún lugar…

7 Feb

        ¡URGENTE!

 

 

 

Buenos Aires, la ex Reina del Plata, Buenos Aires mi tierra ¿querida?

Febrero distópico, casi insufrible

 

 

 

 

 

Querida amiga, inteligente y disruptiva Dra. Estelita Artuá: las terribles circunstancias que atraviesa el mundo nos han separado, excepción hecha de alguna que otra carta manuscrita, como corresponde y noticias de ambas que cruzamos ocasionalmente. Este diario, «mi» diario y que ahora llaman «blog» (me refiero a la moderna modernidad) comenzó hace más de diez años. Me llevó a él caer en los caños y los arrabales de la existencia, el dolor más profundo, ¡cuándo no!, el de las penas de amor. Ya se, las penas de amor son un embole y hasta una estupidez, miradas a la distancia, pero, son las estupideces que más nos hacen sufrir.  El tiempo pasó, nos llevó y nos trajo en muchos y esperados encuentros, ¿te acordás?, como en la pensión de Doña Chola, en la redacción de «La Mujer Moderna», bajo la mirada amorosa de nuestra directora, la Licenciada Virginia Luque y, sobre todo, en nuestros cursos de Filosofía en Chancletas, cuando ocupé, orgullosa, la Secretaría de la Internacional de las Modernas Chicas. ¡Las críticas y los «estrenos» de cine, la colección de recetas de cocina, los textos variopintos de los grandes escritores, nuestras cartas, las crónicas y paseos por la ciudad que me vió nacer pero nunca se enteró, mis modestos y algo ridículos devaneos literarios!: qué lejos quedó todo, Estelita, ya nada de eso me interesa. No te niego que escribo, lo cual es una adicción, un vicio contumaz antes que algún tipo de mérito y que, incluso, hago modernos videos en las modernas redes. Estudio, eso sí, alemán, inglés, tejido a dos agujas, crochet, bordado y principalmente estudio el Derecho, pero nada de todo esto me impide ver que mi «Diario», que este «blog», se encuentra agotado. Ya veremos cómo sigue la película, vieja, eso sí, y bastante borroneada.  La vida pasó, el amor y sus penas quedaron lejos, (¡por suerte en lo que a este último punto se refiere!) y ya me encuentro retirada DEFINITIVAMENTE de esas insufribles lides. Conocés perfectamente mi postura: El amor (dizque romántico) es una mezcla de infantilismo, sujeción y qué se yo, de simple gansada. También sabés que, afortunadamente, fui certificada por la ANMAT, la AFIP, la DEA y hasta la FDA como «SIN T.A.C.C», o sea, como mujer «Sin Trastornos Amorosos Con Caballeros«.  Estamos lejos hoy y quién sabe cuándo podrás lograr la expatriación desde Kamchatka. Con todo, eso llegará y aquí estaré, esperándote. No me canso de recordarte que, cuando los consigas, recuerdes traerme alfajores. Me refiero a los alfajores de «allá», obvio. Te buscaré en el puerto de Santa María del Buen Ayre, también como siempre, y partiremos hacia el viejo patio de la pensión, sombreado y silencioso. Matearemos entre chismes y todo volverá a ser… algún día, quién sabe.

 

 

Tu amiga del alma en la que no cree, en retiro efectivo.

 

 

 

 

 

   Balcones porteños y un adiós relativo, porque todavía no pienso morirme

Las páginas amarillas by Princess: «Los nombres de las estrellas» (3)

29 Dic

LOS NOMBRES DE LAS ESTRELLAS

Edmund J. Webb

Introducción de Ivor Blumer-Thomas

Nota biográfica de Clement C.J. Webb

Versión española de Francisco González Aramburo

© by Fondo de Cultura Económica – Impreso y hecho en México; 1957

                                                                       El Dragón y la Osa Menor

I

La función del contemplador de las estrellas

Como se ve por estas citas, Jehoshaphat Aspin no encontró ninguna diferencia esencial entre forjadores de constelaciones como Júpiter y Neptuno de una parte, y Hevelio y Bode, de la otra.  Indudablemente, uno de los méritos principales de este notable libro (*se refiere a «A Familiar Treatise on Astronomy, explaining the General Phenomena of the Celestial Bodies», escrito especialmente para acompañar Urania’s Mirror, or a View of the Heavens) es que la gran cantidad de información, tan generosamente suministrada, no podría sino despertar en el lector adolescente el deseo de adquirir una cantidad mayor.  Los motivos que movieron a Neptuno y a Júpiter eran por lo menos tan inteligibles como los que inspiraron a los descubridores del «Psalterium Georgii» o del «Toro de Poniatowski».  Además, uno hubiera querido saber, si no cómo llegó a ser conocida la causa de la promoción del Delfín, sí por lo menos quién pudo ser el que recogió este ejemplo de favoritismo antiguo.  Y, para mí, esta pregunta quedó sin respuesta durante  muchos años.  Enseñanzas como la de que «la jirafa es un animal de Abisinia, más alto que el elefante, pero no tan corpulento» o esta otra de que «los pintores y los escultores representan al Delfín como un pez jorobado, cuando es realidad es de figura muy derecha», podían encontrarse, aunque en forma menos atractiva, en los libros comunes y corrientes de historia natural.  Pero la afirmación de que «en verdad, el Navío Argos no es otro que el Arca de Noé», parecía, inclusive a un crítico poco experimentado, una conclusión escasamente garantizada por la yuxtaposición de dos narraciones náuticas.  Otras afirmaciones contenidas en el texto eran «discutibles», tanto en la acepción corriente del término como en el sentido que Hamlet dio al vocablo, y provocaban una réplica inmediata aunque nadie estuviera preparado para darla. Podría uno pensar -aunque pensaría equivocadamente- que el ordenamiento de las estrellas en constelaciones «fue progresivo», pero se necesitaría poseer una cierta fe para aceptar la proposición de que » primero se formaron los doce signos del zodíaco, y las otras constelaciones se le fueron añadiendo a medida que aumentaba el conocimiento de las estrellas».  ¿Cuál pudo ser el extraordinario pueblo cuyo conocimiento se extendió hasta el misterioso zodíaco y no fue más allá?.  Igual de fácil es, y aún mucho más fácil, imaginar un tiempo en que la única literatura existente fuera el alfabeto. ¿Cómo pudo descubrirse el paso del Sol entre las estrellas antes de que éstas fueran distinguidas unas de otras?.  Sin embargo, historiadores serios de la astronomía como Delambre y Schaubach sostienen de hecho esta pasmosa proposición de Jehoshaphat Aspin, que es inclusive, como mostraré más adelante, implícitamente aceptada en nuestros días por escritores que pasan por científicos.  Reproduciré otro pasaje un tanto más largo, por cuanto plantea, aunque no lo resuelve, el problema del origen de los nombres que damos a las estrellas, en el que me quiero extender:  «Las constelaciones… son conjuntos o grupos de estrellas fijas, contenidas en los contornos imaginarios de los animales, u otras figuras, dibujados en una esfera celeste. Y no es que esas figuras existan realmente en el cielo, ni tampoco que los grupos de estrellas que contienen, sugieran, por su situación, el menor trazo de semejantes contornos: el nombre, y no la figura, es lo que parece haberle pertenecido primero al conjunto, y, por la representación jeroglífica del nombre, la figura se convirtió en el emblema o signo de la constelación».  Estas citas, que aunque hayan sido tomadas de un libro olvidado contienen juicios a menudo expresados en nuestros días en una literatura supuestamente histórica, o por lo menos crítica, pueden ser consideradas como el texto sobre el que se fundamenta la mayor parte de este libro. Contienen, en mi opinión, una gran verdad, generalmente pasada por alto: que los nombres de las constelaciones son más viejos que las figuras; y una enorme falsedad, generalmente aceptada como verdad: la de que los grupos de estrellas no se parecen en lo más mínimo a los contornos de las figuras. La falsedad de esta última afirmación no tardó en ponérseme de manifiesto, porque podía fácilmente descubrir formas y ver dibujos en el cielo, y parecía razonable suponer que otras personas también pudieron hacerlo. Sin embargo, cuando miré a la gran Cruz del Cisne en el cielo de Occidente, preguntándome sino sería ése el gran signo del Hijo del Hombre en el cielo que se me había enseñado a esperar, no pude menos que darme cuenta de que ninguno de mis mayores se había inquietado, ni tampoco había dado señal de que había descubierto el signo. Desde entonces, he sabido que hay gente que no puede, incluso cuando se les señala, distinguir esta Cruz.  ¿No es natural que personas semejantes digan que la propia constelación no se parece «en lo más mínimo» a un cisne, siendo que en verdad se le asemeja, con curiosa fidelidad, cuando se la ve elevarse sobre el horizonte del Levante?.  Así también, cuando un viajero que vuelve del sur asegura que la Cruz del Sur es un timo indigno de su reputación y hasta de su nombre, no tarda uno en descubrir, por lo general, que jamás aprendió a reconocer el Triángulo o la Corona Boreal o a distinguir las estrellas de Aquiles del cinturón de Orión, y, por lo tanto, es una persona tan idónea para hablar de esa semejanza como un hombre de tierra adentro, que visite por primera vez el litoral, lo es para distinguir los vados entre los arenales.  A medida que pasó el tiempo y comenzó a debilitarse la creencia natural de la juventud de que los adultos, cuando lo desean, pueden explicar los enigmas de este universo, dejé poco a poco de esperar que hubiera alguien que pudiera saber más que yo del cielo bajo el que vivimos.  Recuerdo ahora, con un asombro que entonces no sentí, de mis primeros años de colegio, que al grupo de niños donde yo ocupaba un humilde lugar le fue confiada la tarea de encontrarle sentido a la parte astronómica de los Fasti de Ovidio. Fue para mí una revelación el que hubiera una prueba real de que los nombres de las estrellas conocidos por nosotros estuvieron en uso en los remotos tiempos del poeta Ovidio.  Pero si los nombres de las estrellas no habían cambiado, sus hábitos, en cambio, parecían haber sufrido una notable modificación.  En tal día aparece una determinada estrella, en tal otro una constelación se pone.  ¿Por qué ocurría así?; ¿Si Escorpión salió esta noche, no saldrá también a la siguiente, o no habría salido en la noche anterior?.  Aunque me acuerdo de la confusión en que me dejaron esas afirmaciones, no recuerdo en cambio que se me haya pasado por la cabeza siquiera la idea de pedir una explicación.  Ciertamente, el maestro encargado del grupo jamás nos ofreció una.  Tal vez, si le hubiéramos preguntado, nos habría dicho que la astronomía antigua era polvo y telarañas que Copérnico había limpiado.  De un juvenil deseo de resolver por lo menos algunos de los problemas planteados por la lectura del venerable libro de Jehoshaphat Aspin provino el que yo siguiera, sin método, pero al menos para mí satisfactoriamente, estudiando lo que se sabía de las estrellas y de la historia de la astronomía, lo que me condujo a creer que era posible encontrarles solución a gran parte de ellos.  Aunque estoy completamente seguro de que jamás se encontrará la respuesta a la pregunta de dónde y cuándo se les pusieron a las estrellas los nombres que les damos, pienso también que eso es así porque no existe la respuesta; porque jamás existieron ni ese lugar ni ese tiempo que serían la contestación. Pero creo que es posible, en general, mostrar las razones por las que se les dieron nombres a las estrellas, y el modo con que éstos se crearon, y resolver el problema de si los nombres particulares que todavía se usan en la astronomía moderna tuvieron cualquier otro origen distinto.  En especial, analizaré el caso de los curiosos nombres zodiacales, que gracias a la influencia de la astrología son conocidos por centenares de personas, que aunque parezca mentira no saben lo que es el zodíaco.  Y trataré de demostrar que la fecha en que se les dio nombre, que ha sido remontada hasta el decimotercer milenio a.c., y que aun en nuestros días hay quien la sitúa en el tercero, cuarto o quinto, o aun antes, puede ser aproximadamente fijada, y es, relativamente, reciente.  Si se piensa que es presuntuoso, y aun fantástico, suponer que se puede dar una respuesta definitiva a una pregunta que se ha contestado desde hace tanto tiempo y de tan variadas maneras, sólo puedo decir que, al hacerlo, parto del punto de vista del contemplador de las estrellas, que hasta ahora se ha desdeñado casi por completo…

  by Princes!, en plan  «misterios del cielo»

Las páginas amarillas de Princess: «Los nombres de las estrellas» (2)

16 Dic

LOS NOMBRES DE LAS ESTRELLAS

Edmund J. Webb

Introducción de Ivor Blumer-Thomas

Nota biográfica de Clement C.J. Webb

Versión española de Francisco González Aramburo

© by Fondo de Cultura Económica – Impreso y hecho en México; 1957

     Atlas Celeste: Ilustración de las constelaciones tomada de Urania’s Mirror, libro de 1825 escrito por                                                                Jehoshaphat Aspin e ilustrado por señorita «inconnu»                                                                                                             

I

La función del contemplador de las estrellas

Asimismo, no hace mucho salí de un hotel de Sicilia y me encaminé a su jardín, sobre el que refulgían las estrellas, pero apenas había comenzado a mirarlas cuando un escandalizado camarero salió precipitadamente y desvaneció la formidable visión al encender un juego de luces coruscantes que había sido hábilmente disimulados entre los arbustos.  Tiempo después, me alojé en un cuarto de Chamonix que abría sus ventanas a la majestuosidad del Mont Blanc.  Me acordaba de las palabras que Coleridge nos dejó del espectáculo que había visto desde el mismo lugar hacía más de un siglo.  No hubiera podido verlo ahora.  Hoy día, qué duda cabe, a la montaña le es permitido todavía desplegar sus nieves ante el Sol, pero ¿puede, como en los años del poeta, ser «visitada noche a noche por un conjunto de estrellas»?.  Desdichadamente, ¡no!: las luces eléctricas que nos acompañan desde la puesta del Sol hasta la alborada evitan cuidadosamente la intrusión de semejantes visitantes.  Años antes, en la primera década de este siglo, me dirigía después del ocaso del Sol, en un coche de caballos, desde la costa de Itea a Delfi.  Jamás, así viviera mil años, podría olvidar la magnificencia de esa lenta ascención a más de 2.000 pies, a través del silencio y la fragancia extrañamente dulce de las oscuras montañas, como si me hundiera en el profundo silencio de los propios cielos; cielos en los que brillan incontables estrellas, como las que alegraron el corazón del pastor homérico y llevan todavía los nombres que él les puso, que fueron el gozo de los primeros poetas y el estudio de los primeros filósofos.  Y hace unos días leí cuán cómoda y rápidamente se puede recorrer hoy día la misma jornada ¡en un autobús!: ¡Las luces, el ruido y la peste en ese paisaje!.  Lo que es más, años después, conocí gente que salía en su automóvil, una noche de San Juan, para ver la Luna, oír el canto del ruiseñor y aspirar el aroma de la madreselva con la ayuda de linternas, bocinas y tufo de petróleo.  En semejante mundo, es de suyo evidente que el conocimiento íntimo de las estrellas, como aparecen en el cielo en una noche sin Luna, alumbrada sólo por sus propios fuegos, está destinado a convertirse en un patrimonio cada vez más raro de la humanidad; y nada hay que pueda ser más triste, porque los que lo han poseído saben que de todas las cosas que le han sido concedidas al hombre, es una de las más valiosas y duraderas.  Porque puede perdurar más que la propia vista, como el ciego Milton supo, y yo comienzo a saber.  Claro es que en una época en que la contemplación del firmamento estrellado se ha convertido en un raro privilegio, los que menos podrán disfrutar de ella serán los más jóvenes; y he conocido algunos, no muy jóvenes, que me han confesado que nunca han paseado «al oscurecer» por calles que  no estuvieran iluminadas.  Y son, empero, los jóvenes quienes se sienten naturalmente inclinados a imaginar figuras y a encontrar semejanzas entre las estrellas y los objetos familiares, así como entre las colinas, las rocas y los árboles de la tierra.  Y si hay quien, al mirar a las estrellas en su edad adulta, se siente incapaz de creer que haya existido alguien que viera realmente en ellas las formas que los nombres que todavía les damos sugieren, le pido solamente que recuerde cuán fácilmente, en su niñez, acostumbraba a encontrarles forma y a hallarles parecido a los objetos que para sus mayores pasaban desapercibidos, y que no le sugerirían nada ahora que su infancia se ha ido para siempre.  Cómo me acuerdo yo mismo de las paredes de una escalera de piedra, recién construida entonces, en que la humedad, al desaparecer, había dejado manchas que a nuestros ojos infantiles tomaban la forma de diversos animales.  Muchos años después, el «elefante» se me aparecía todavía como un bloque cuadrado del que colgaba un angosto apéndice que se parecía mucho a una trompa.  En este caso, el parecido era tal que el hombre podía comprender lo que el niño había imaginado, pero, en el caso del «carnero», por más que se esforzaba el adulto no podía encontrar el parecido.  En esos días de  mi infancia nació el impulso que me llevó a escribir un libro como éste.  Al mirar, noche tras noche, desde las ventanas de mi cuarto, al brillante firmamento, en un lugar en el campo alejado por aquel entonces del humo de las ciudades, sentí un interés por las estrellas que creció cuando supe que tenían nombres de verdad y que existían personas, inclusive, que podían decirme algunos de ellos. A una de mis hermanas mayores le habían enseñado a Orión, un hombre, le dijeron, que estaba en el cielo y llevaba un cinturón y una espada. Ansié verlo, y cuando llegué a saber que había en el cielo estrellas que se llamaban Cástor y Pólux, nombres que conocía por haber leído The Heroes, el libro en otro tiempo famoso de Kingsley, deseé más que nunca verlas.  ¿Cómo eran? ¿Un cierto número de estrellas que dibujaban en el cielo la figura de dos muchachos?.  Las respuestas que recibí a esta y otras preguntas semejantes fueron, y creo que ya entonces lo percibí, en su mayor parte evasivas; pero con esa confianza que la juventud tiene en la omnisciencia de los mayores, no descubrí cuál pudiera ser la razón de esa actitud.  No pregunté en vano.  Me dieron un libro llamado Urania’s Mirror, que tengo abierto delante de mí, y que fue durante muchos años una fuente inagotable de interés.  Fue escrito por Jehoshaphat Aspin, nombre encantador y autor delicioso; había pertenecido a una tía mía que murió en su niñez, y por el prólogo supe que su primera edición había aparecido en 1825.  No he visto, ni he oído hablar jamás, que se haya hecho una copia de libro tan excelente, y me he considerado a menudo afortunado por haber conocido a la austera Urania de un ánimo mucho más cordial y alegre del que suele tener en los manuales con que me he tropezado desde entonces. Iba acompañado de una serie de mapas, perforados de manera que cuando se los ponía contra la luz se veían las constelaciones tal y como aparecen en el firmamento, porque los agujeros mayores correspondían a las estrellas brillantes y los más pequeños a las débiles. Contenía una lista de no menos de setenta y ocho constelaciones, de la parte del firmamento visible a los habitantes de las zonas nórdicas, en su mayor parte olvidadas hoy, tal como si con la revelación telescópica de innumerables luminarias menores, el viejo esquema de las pequeñas constelaciones simbólicas hubiese pasado de moda.  Y las razones que asistieron para la creación de esos grupos maravillosos estaban escrupulosamente registradas, desde las de los tiempos en que «el Delfín se dice que fue colocado entre las constelaciones por la ayuda que le prestó a Neptuno para tomar por esposa a Anfitrite», o cuando Pegaso «siguió volando hacia arriba y fue puesto por Júpiter» en la misma augusta compañía, hasta aquellas en que el Telescopio de Herschel fue «incluido en honor del astrónomo cuyo nombre lleva» o cuando «la máquina eléctrica» fue elevada a ocupar un lugar en las constelaciones por Bode…

by Princess,zambulléndome   en profundidades celestes