LOS NOMBRES DE LAS ESTRELLAS
Edmund J. Webb
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Introducción de Ivor Blumer-Thomas
Nota biográfica de Clement C.J. Webb
Versión española de Francisco González Aramburo
© by Fondo de Cultura Económica – Impreso y hecho en México; 1957
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Atlas Celeste
I
La función del contemplador de las estrellas
Han transcurrido ya más de cincuenta años, desde que un bondadoso amigo me consolaba por haber alcanzado lo que a los dos nos parecía la aterradora edad de treinta años, asegurándome que mi aspecto no revelaba la amarga verdad, y que nadie lo adivinaría mientras no me traicionara a mí mismo diciendo que recordaba el gran cometa de 1858. Pero yo estaba, ya entonces, orgulloso, bien irracionalmente por cierto, de que se me hubiera permitido contemplar tan esplendorosa visión. Y ahora, en mi avanzada edad, me resulta penoso percatarme de que son muy pocos lo que todavía viven de los muchos que, aparte de mí, disfrutaron de ese privilegio, y de que tal vez yo sea, inclusive, el hombre más viejo que pueda recordar claramente la primera vez en que fue posible gozar de tal fenómeno. Esto, me place recordar, se lo debo a mi padre, que me sacó de la cama cierta noche y me llevó a la ventana de una escalera que miraba al Occidente, para que contemplara, y tal vez para que pudiera recordar que había contemplado, un espectáculo tan espléndido e infrecuente. Pude ver entonces que era espléndido, pero no sabía que fuese poco común. Durante algún tiempo, creí que los cometas, aunque no fueran tan grandes como el que había visto esa noche, eran objetos comunes en los cielos. Lo que tal vez se debiera a que, como el otoño había llegado y oscurecía antes de que me fuera a acostar, pude volver a ver al cometa, con su brillo disminuido, antes de que se alejara, tal vez para siempre, de la vista del hombre. Sea como fuere, a partir de ese momento, tal vez para la mayoría de los hombres que me parecen ahora estar tan distantes en el tiempo como el cometa Donati está en el espacio, he sido, mientras me duró la vista, un devoto contemplador de las estrellas. Por eso, tengo la esperanza de haber dejado, en los capítulos de este libro, algo que pueda interesar, y hasta ser útil quizás, a los contempladores de las estrellas, si queda todavía alguno, que me sobrevivan. Y digo “si queda todavía alguno” porque si hubiera muchos, uno no tendría que combatir tan a menudo la creencia común de que cualquiera que demuestre ser un contemplador de las estrellas debe, a la vez, ser astrónomo. Esta equivocación es inocente, diciéndolo vulgarmente, divierte a los contempladores de las estrellas y no le hace daño a nadie. Pero no podemos decir lo mismo del error opuesto y común, a saber, que el astrónomo debe ser también un contemplador de las estrellas. Desgraciadamente, en nuestros días, nada hay que diste más de la verdad, muy a menudo se cree que todo hombre que sepa lo que ocurre en el interior de las estrellas debe tener un conocimiento igual del aspecto del firmamento, y se da por sabido, de la misma manera, que si un hombre puede hablar con autoridad de lo que actualmente se piensa de las estrellas, debe tener un conocimiento igualmente preciso de lo que se solía pensar de ellas en la Antigüedad -en otras palabras, se cree que el conocimiento de la astronomía actual supone estar igualmente familiarizado con su historia-. En las páginas siguientes espero convencer a mis lectores, si llego a tener alguno, de que esa suposición no tiene visos de verdad. El mero contemplador de estrellas, aunque no tenga necesariamente que ser indiferente a lo que ocurre en su interior, a los átomos y a los componentes de los átomos con que se deleitan los astrónomos modernos, conserva ese amor, ese gusto por el aspecto del cielo estrellado que ha poseído al hombre desde que se elevó a la dignidad de humano, y que tal vez haya sido la causa de que la haya alcanzado. Mientras las contempla, puede sentir todavía la alegría del pastor homérico, la veneración de egipcios y caldeos, la curiosidad de los primeros matemáticos. La cintilante Sirio, amada, nombrada y estudiada por hombres que vivieron hace cinco mil años, es todavía más atractiva para él, inclusive, que su compañera recientemente descubierta, una enana blanca, que, a simple vista, ningún ojo humano ha visto ni verá jamás. Y cuando trata de averiguar el desarrollo de la antigua astronomía, el contemplador de estrellas tiene una clara ventaja sobre el astrónomo que no lo sea. Porque los primeros astrónomos fueron contempladores, sin que importe en lo que se hayan convertido sus sucesores. Hay, a mi entender, una razón por la que un libro que trate del aspecto del firmamento contemplado sin instrumentos, y de la impresión que haya dejado en el espíritu de sus observadores, puede ser útil en nuestros días. La de que existe el peligro, que se hace mayor con el transcurso del tiempo, de que el verdadero aspecto del cielo estrellado, indudablemente la más hermosa y, para la religión, la poesía y la ciencia, la más decisiva de todas las visiones que le han sido concedidas al hombre, se esté convirtiendo, para la generación actual, y para todas las generaciones venideras, sin lugar a dudas, en una experiencia poco común; tan desusada, por cierto, que muchos, sobre todo en los impresionables años de la juventud, no la han disfrutado jamás. Y no me refiero simplemente a que el velo de humo de carbón, con el que nuestras ciudades y suburbios ocultan o desfiguran cada vez más la bóveda que los cubre, se hace cada día más denso, hasta un punto del que nadie, que no haya vivido largos años, puede formarse una idea. Quizás en un futuro próximo pueda subsanarse este daño en particular, pero muchísimo peor que esto es el creciente aumento de la iluminación artificial, que todo lo invade, y ante cuya presencia las lámparas todas de la naturaleza, salvo la del Sol, se extinguen. La equivocación tan común del hombre de la ciudad, que piensa que la noche normal -en la que se deben mover todas las bestias del bosque , y a cuya sombra acogedora la humanidad ha pasado la mitad de su vida- es un lapso de negra oscuridad y horror, parece difundirse más ampliamente, con cada aumento de la iluminación artificial, de lo que la avaricia o la estupidez de nuestro tiempo exige. Me acuerdo todavía de la época en que un viaje a los climas donde prevalece un cielo más claro, con una luz de Luna y una claridad de estrellas más brillantes de lo que es usual en nuestras brumosas islas, era no sólo atractivo para el contemplador viajero de las estrellas, sino que se lo recomendaban realmente por esa razón a todos los viajeros que se preocupaban por su educación y divertimento. La “Orient Line Guide” de hace cuarenta años dice: “A los viajeros les atraen con fuerza irresistible las innumerables bellezas del firmamento en la noche”. Tal vez ocurrió así entonces, Pero en la tercera década de este siglo (XX) perdí mucho tiempo, en los puentes de un buque las línea de Oriente, en mis vanos intentos de encontrar un hueco libre del reflejo de las luches del barco, por el que pudiera ver “las bellezas del cielo”, o cualquier luminaria menos intensa que la Luna. Así también, en un vapor que remontaba el Nilo hacia el sur, mientras noche a noche se hacía más clara la revelación del Navío, de la Cruz, del Centauro, la oscuridad nocturna fue invariablemente precedida por el resplandor de la luz eléctrica, que al tiempo que les permitía a los pasajeros dedicarse cómoda y expeditamente a jugar a las cartas o a bailar, les impedía eficazmente ver las estrellas, salvo tal vez unas pocas de primera magnitud…
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by Princess!, zambulléndome en los misterios del cielo
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